Se ha asentado en buena parte de la opinión pública (y publicada) que, en España, en la actualidad, la buena marcha de la economía agregada no casa con una sensación de malestar de la población con respecto a su propia evolución económica individual. Es decir, “la macroeconomía no concuerda con la microeconomía”. Los economistas sabemos que esto, en general, es difícil que ocurra. El PIB per cápita real es una media de la renta por habitante descontando la inflación. Y resulta extraño que “la mayoría” de la población se sienta peor cuando esta variable real está aumentando, y lo hace más en los últimos tres años que en los quince anteriores.
Es cierto que, al ser una media, no tiene en cuenta los efectos distributivos y, es posible que haya un porcentaje de la población que se quede fuera de este progreso económico. Pero no es menos cierto que, en todo el mundo, se considera que es la mejor medida del bienestar económico de los países, pese a sus imperfecciones. También resulta extraño que, cuando la economía se encuentra en crisis, la población sienta malestar (paro, menor renta) y que, cuando la economía crece con vigor, la población también sienta malestar (porque “la macro no concuerda con la micro”). Si esto fuera así siempre, estaríamos ante una población en permanente estado de malestar, en los malos y en los buenos tiempos. Y eso sí que no concuerda con algunas encuestas, como la del CIS del verano pasado, que señalan que un 80% de los españoles se consideran felices.
Tratando de identificar el origen de este malestar, parece que la raíz se encuentra en el fenómeno inflacionista. En particular, dos hechos: “el aumento del coste de la cesta de la compra” y la presunta “pérdida de poder adquisitivo de los salarios”. Analicemos por separado ambos argumentos.
El coste de la cesta de la compra
Para medir este coste se utiliza el Índice de Precios de Consumo (IPC), que construye el INE a través de una gigantesca encuesta hecha a 60.000 hogares (unas 150.000 personas) sobre sus hábitos de gasto en bienes de consumo. A partir de ahí se elabora un índice de precios cuyas ponderaciones reflejan el porcentaje de gasto en cada bien de consumo. El primer comentario que se recoge de la opinión pública es que “esos precios siempre suben” y “la cesta de la compra es cada vez más cara”, aunque se diga que la “inflación se está reduciendo”.
El primer comentario que hay que hacer es que mucha gente confunde precios con inflación, probablemente porque no se ha hecho pedagogía sobre esta cuestión, al haber estado la inflación fuera del foco mediático, social y político durante muchos años. Solo se recupera el interés en este fenómeno con el choque energético y de materias primas agrícolas causado por la invasión rusa de Ucrania en 2022. En efecto, la inflación es el ritmo de aumento de los precios y, siempre que hay inflación (positiva), los precios suben. Si la inflación baja del 8% al 2%, los precios siguen subiendo, aunque lo hagan a un ritmo menor. Solo cuando hay inflación negativa (deflación) tiene lugar un descenso de los precios. Por tanto, es lógico que los precios “crezcan sin parar”. Así ha sido en el pasado y lo seguirá siendo en el futuro.
La segunda reflexión es que nos hallamos en un mundo (en nuestro caso, la eurozona) en que el objetivo de inflación del Banco Central Europeo (BCE), cuyo mandato es “la estabilidad de precios”, es de una inflación anual del 2%. Esto quiere decir que lo “normal”, o si se quiere, lo “deseado” y “buscado” por el BCE es que en 10 años el IPC crezca un 22% acumulado en todos y cada uno de los países de la eurozona. Es decir, que la “cesta de la compra” sea un 22% más cara. ¿Cómo es posible que se genere una situación de “malestar social” cuando se cumplan los objetivos encomendados a ese banco central? Claramente se trata de una falta de pedagogía. Que los precios suban “sin parar” no es un mal funcionamiento de la economía. Es lo deseado.
¿Cómo se han comportado los precios en España en la última década desde 2015 a 2025? (nos queda por saber el último mes, por lo que lo compararemos con noviembre de 2015): el IPC ha crecido un 27%, es decir, por encima, pero no mucho, de la inflación “deseada”. El motivo es que, en esta década, como señalaba antes, hemos tenido un importante choque energético y de precios agrícolas como consecuencia de la crisis de Ucrania. En la década anterior (2005-2015) los precios crecieron un 18% acumulado, por debajo del objetivo del BCE (véase Tabla 1).
tabla 1
Es cierto que España ha sido, en general, un país algo más inflacionista que el resto de la eurozona, con una inflación promedio del 2,4% anual desde 1999, pero dentro de un rango razonable. Y se ha visto más afectada por los alimentos frescos y por nuestra dependencia exterior de la energía. De hecho, si consideramos la llamada “inflación subyacente”, es decir, la que excluye la energía y los alimentos frescos, nuestro dato promedio desde hace 23 años ha sido el 2,05%, prácticamente idéntico al objetivo del BCE.
Alguien se puede plantear por qué el BCE se fija un 2% de inflación como sinónimo de “estabilidad de precios”, en vez de un objetivo del 0% anual. Alcanzar ese 0% sería complicado. Al ser un promedio, se condenaría a muchos países, y a muchos productos, a la deflación. Y la deflación es casi tan perjudicial como la inflación, pues frena los proyectos de inversión de las empresas y de compra de bienes de los consumidores. ¿Quién quiere comprar si se espera que los precios van a bajar?
La tercera reflexión que nos hacemos los economistas es que decimos que los bienes se “encarecen” o se “abaratan” en función de si sus precios suben por encima o por debajo del IPC general. En la Tabla 2 presento algunos ejemplos de precios acumulados de bienes y servicios en la última década (2015-2025), aunque para algunos casos sólo hay datos publicados desde 2017.
tabla 2
De la Tabla 2 se deduce que algunos bienes se han encarecido notablemente, pues sus precios en la última década han aumentado por encima del IPC general: es el caso del arroz, de las harinas, de la leche y sobre todo de los huevos, que han duplicado sus precios en la última década frente al 27% de inflación general. Otros bienes han aumentado sus precios, pero lo han hecho por debajo del IPC general: es el caso del aceite de oliva, la electricidad o los productos de limpieza. Por tanto, podemos decir que estos bienes se han abaratado en la última década, pese a que la percepción social es muy diferente, en especial lo que se refiere al aceite de oliva y la electricidad.
Por último, hay bienes y servicios cuyos precios han bajado en términos absolutos, por lo que se han abaratado tanto en euros como en términos relativos al IPC general. Así, lo han hecho el gas natural, los frigoríficos y congeladores, los servicios de telefonía móvil y, en especial, los ordenadores personales cuyos precios han bajado un 42% en términos absolutos y un 70% en relación al IPC general.
Una de las causas del malestar social podría estar en la evolución diferente que han seguido los alimentos con respecto al conjunto de los bienes de consumo. En el Gráfico 1 presento la evolución del IPC general y de los alimentos elaborados desde 2015 hasta 2025 (noviembre). Como ya hemos dicho antes, el IPC ha subido un 27% mientras que los alimentos elaborados lo han hecho en un 38%. Los alimentos frescos (huevos, frutas, hortalizas, carnes y pescados) han ido incluso peor, con una inflación acumulada del 50%. Pero el grueso de la cesta de alimentación lo forman los alimentos elaborados, que no sólo incluyen las conservas, bollería, panes y alimentos preparados, sino también bienes como las bebidas, el arroz, el azúcar, las harinas, el café o los aceites.
Gráfico 1.
Más que la subida en sí, en parte explicada por los mencionados acontecimientos internacionales, lo que puede ser motivo de irritación social es su evolución temporal. Desde 2015 y hasta 2020, los precios de los alimentos elaborados fueron de la mano con el IPC. Durante la pandemia fueron incluso por debajo, desmintiendo que hubiera abusos por parte del sector de la distribución, que jugó un papel casi heroico para mantener el suministro de alimentos y productos de limpieza para la población confinada. Pero, tras la invasión de Ucrania en febrero de 2022, el panorama cambió.
Todos los precios se dispararon (fundamentalmente por la energía) y el IPC general alcanzó una inflación anual máxima del 10,8% en julio de 2022. Pero los precios de los alimentos elaborados siguieron haciéndolo y alcanzaron una inflación máxima anual del 16,8% en febrero de 2023. En septiembre de 2023 seguían con una inflación del 10,8%, el máximo del IPC general alcanzado un año antes. De esta forma, se ha creado un gap entre el nivel general de precios y los precios de los alimentos no elaborados que no se ha cerrado y que no tiene fácil explicación. ¿Hubo aumentos de márgenes aprovechando la crisis de Ucrania? Si ha habido abusos por parte del sector de la distribución es algo que le corresponde determinar a la CNMC. ¿Puede esta evolución diferencial de los alimentos elaborados explicar el malestar ciudadano con la inflación? La respuesta no es fácil. Tal y como recoge la Tabla 3, con las ponderaciones de las grandes partidas en el IPC general, el gasto en alimentación apenas representa el 18,5% del total.
Tabla 3
Es cierto que alimentos y bebidas no alcohólicas son el componente que más pesan en la cesta de consumo y que, probablemente, para los hogares con menos renta debe representar un porcentaje incluso mayor. Pero hay también componentes de la cesta de consumo, como restaurantes y hoteles, que pesan casi un 15% y cuyos precios acumulados han crecido un 37% en la última década.
Seguramente los hogares con rentas más bajas se han ahorrado esta subida, pues la ponderación en su consumo debe ser menor que la media general. Por tanto, se ven perjudicados en un componente, pero protegidos en otros. Sin embargo, la evolución temporal de los precios de estos servicios ha sido bien diferente a la de la alimentación, tal y como recoge el Gráfico 2.
Gráfico 2
La restauración siempre ha sido un sector más inflacionista, antes y después de la pandemia. Durante la COVID-19, se cerró el gap de los años anteriores y ambos precios se igualaron, posiblemente por la crisis del sector (cierres y restricciones). Pero el gap no se parece al de la alimentación, ni en su magnitud ni en su duración.
El poder adquisitivo de los salarios
Evaluar los abaratamientos y encarecimientos en relación al IPC general y no en términos absolutos es algo que habría que hacer al hablar de otros precios o magnitudes no incluidas en el IPC, como es la vivienda en propiedad (que no forman parte del consumo, sino de la inversión), las pensiones, las becas o los salarios. Y esto nos lleva a la discusión del segundo argumento: que ha habido un deterioro del poder adquisitivo de los salarios. ¿Es posible que haya habido un aumento de la renta per cápita real y una caída del salario real? Sólo sería posible con un significativo aumento de las rentas del capital.
La medición de los salarios en España no es fácil. Hay muchas series distintas, lo cual es casi tan malo como si no hubiera ninguna. Una de las fuentes más utilizadas es la de salarios firmados en convenio. Según estos datos, con base en el Ministerio de Trabajo, en la última década los salarios habrían crecido un acumulado 28%, un punto por encima del 27% de crecimiento del IPC general. Es poca la diferencia, pero, en cualquier caso, no habría pérdida de poder adquisitivo. Dado el sesgo de esta fuente estadística, que usa datos anuales y con un promedio nacional discutible, dado que los convenios son sectoriales y que quizás refleje a las empresas más grandes, aquí utilizaré dos métricas alternativas.
Uno, un enfoque de Contabilidad Nacional, coherente con la renta per cápita a la que me refería al principio de este artículo. Divido la remuneración de los asalariados de la Contabilidad por el empleo asalariado a tiempo completo de esa misma fuente. El resultado se presenta en el Gráfico 3 y lo comparo con el IPC trimestral (que requiere elaboración propia).
Gráfico 3
La serie presenta una distorsión durante la pandemia, en la que el PIB nominal y todos sus componentes (excedente bruto y remuneración de asalariados) caen en términos nominales, mientras que el empleo no lo hace. Pero se trata de un bache estadístico transitorio. Durante la primera parte de la crisis de Ucrania los salarios crecen por debajo del IPC, y hay una pérdida a corto plazo, del salario real. Pero luego se recupera a partir de 2023. En el conjunto de la década, los salarios nominales según esta medida han crecido un 34,5% frente a una inflación acumulada del 27,2%, medida por el IPC. Por tanto, no ha habido una pérdida de poder adquisitivo de los salarios que justifique el presunto malestar social.
Una medida alternativa que evite el bache del PIB nominal asociado a la pandemia es utilizar el salario medio anual de la Agencia Tributaria (AEAT). Al ser datos anuales, no se dispone aún de 2025, por lo que añado 2014 para disponer de una década completa. Tampoco están incluidos los datos de País Vasco y Navarra, ni las cotizaciones de los trabajadores a la Seguridad Social, que sí estaban en la anterior medida. Los resultados se presentan en la Tabla 4.
Tabla 4
Los salarios nominales crecen de 2014 a 2024 un 35,5%, frente al 24,4% de crecimiento de los precios en esa década. No hay en absoluto pérdida de poder adquisitivo de los salarios. El perfil temporal es también interesante. Hasta 2019 el crecimiento salarial nominal es moderado y en 2020 incluso negativo, como resultado de la pandemia. Pero precisamente desde 2022 se produce un fuerte tirón del salario medio, período que coincide con el “malestar social” con la inflación.
Como conclusión, dicho malestar no se justifica ni por la evolución del IPC general en la última década (muy parecida a la anterior y consistente con el objetivo del BCE), ni por la evolución de la renta real, ni de los salarios reales ni de las pensiones. Solamente la evolución de los precios de los alimentos desde 2022 podría explicar ese malestar, aunque su poder explicativo es pequeño por la ponderación de ese componente en la cesta. Y su evolución, en caso de que esté distorsionada, no es responsabilidad del gobierno, sino más bien de la CNMC.