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J. IbarrolaRaisiel Damián Rodríguez
Profesor de Formación Humanística en la Universidad Francisco de Vitoria
Viernes, 26 de diciembre 2025, 00:11
... legitiman el ejercicio del poder. La primera remite al deber de gobernar conforme a la ley, al mandato recibido y a la conciencia de servicio público. La segunda señala la obligación de explicar, justificar y responder ante otros —ante el Parlamento, los jueces o la ciudadanía— por los actos de gobierno. En conjunto, resumen una idea decisiva: el poder no pertenece a quien lo ejerce, sino a quien puede exigirle cuentas.La responsibility comienza en el instante en que un Presidente obtiene la confianza del Congreso. Desde entonces asume la obligación de cumplir la Constitución, dirigir la política del Estado con respeto a la ley y garantizar el funcionamiento regular de las instituciones. También debe conservar la confianza de quienes se la concedieron. Cuando la pierde, la Constitución ofrece vías claras para hacerla efectiva mediante la cuestión de confianza y la moción de censura. No son meros formalismos, sino instrumentos que convierten la responsabilidad en una práctica viva donde la legalidad se somete al juicio político.
La accountability describe el modo en que el poder se expone al escrutinio público. Implica informar, comparecer, justificar, reconocer errores y corregirlos. En The Self-Restraining State (1999), Andreas Schedler explicó que rendir cuentas significa no solo ofrecer información, sino aceptar consecuencias. Años antes Guillermo O'Donnell, en Delegative Democracy (1994), había distinguido dos dimensiones esenciales: la vertical, ejercida por los ciudadanos mediante el voto y la competencia electoral, y la horizontal, ejercida por las instituciones que se controlan entre sí. Esas dos dimensiones siguen siendo la base de toda democracia efectiva, donde el poder elegido debe responder tanto ante los ciudadanos como ante las instituciones que limitan su acción. España cuenta con un marco jurídico sólido para sostener ese principio. El Gobierno presenta cada año los Presupuestos Generales del Estado, explica su ejecución ante las Cortes y se somete al control del Tribunal de Cuentas. Los ministros deben comparecer, responder preguntas y participar en los debates públicos. Sin embargo, el problema no radica en la norma, sino en su cumplimiento. La reiterada prórroga de los presupuestos en los últimos años desvirtúa uno de los escasos principios económicos expresamente recogidos en la Constitución, que concibe las cuentas públicas como un instrumento anual de planificación y control político. A ello se suma la ausencia del Debate sobre el Estado de la Nación, durante décadas el principal ejercicio de rendición general del Gobierno. Su desaparición, sin explicación convincente, revela el deterioro del control institucional ante el Parlamento.
Ese deterioro no es teórico, se observa cada día en la práctica política. El Ejecutivo recurre con frecuencia al Real Decreto-ley como vía preferente para legislar, lo que limita la deliberación parlamentaria y reduce el control político. En el seguimiento ordinario, los miembros del Gobierno aprovechan además un vacío legal evidente, pues la Constitución los obliga a responder, pero no a hacerlo con precisión ni coherencia. Así desvían las preguntas y sustituyen el debate por consignas. Sin embargo, la Constitución no concibió un Gobierno autónomo del control, sino un poder sujeto a él. Por legítimo que sea, el Presidente no puede ser juez de sí mismo. Sobre esa premisa se construye toda democracia parlamentaria. No basta con ganar elecciones; gobernar implica rendir cuentas. La legitimidad que otorga el voto se mantiene viva solo mientras el poder se somete a control y justifica su actuación ante el Parlamento y la ciudadanía. Cuando ese control se debilita, el sistema permanece en pie, pero pierde sustancia democrática.
El problema no es únicamente institucional, también es cultural. José Tudela Aranda, en El Parlamento en tiempos críticos. Nuevos y viejos temas del Parlamento (2020), recuerda que la rendición de cuentas depende de una cultura de control efectiva, con gobernantes dispuestos a ser fiscalizados y una sociedad que lo exige. La Constitución puede prever mecanismos de control, pero si se reducen a trámite o se dan por supuestos, el principio se vacía de contenido.
La democracia no se mide solo por la capacidad de elegir, sino también por la de exigir. Una representación que no rinde cuentas se convierte en delegación ciega. El control parlamentario no es un obstáculo para gobernar, es lo que garantiza que el poder conserve su legitimidad. Sin esa relación continua entre decisión y rendición, la política se convierte en gestión sin límites ni responsabilidad. Reforzar la democracia española exige devolver al Parlamento su papel central en el control político y ampliar la capacidad ciudadana de supervisión. Informes, presupuestos y decisiones deben explicarse con transparencia, y los responsables responder cuando fallan. No se trata de multiplicar leyes, sino de recuperar la esencia del servicio público.
La soberanía reside en las Cortes y el Gobierno gobierna porque las Cortes lo consienten. Ese es el pacto constitucional de 1978. Ignorarlo no es una anécdota institucional, sino una regresión democrática. La democracia no muere de un día para otro; se erosiona cuando un gobernante deja de responder o cuando la ciudadanía deja de cuestionar. Responsibility y accountability son el verdadero termómetro de esa salud cívica, porque miden la distancia entre el poder y el pueblo, entre la autoridad y la transparencia. Solo cuando ambas se asuman como hábitos nacionales, y no como fórmulas importadas, podrá decirse que España ha entendido lo que significa gobernar en nombre del pueblo y no a su costa.
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