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Málaga
Domingo, 21 de diciembre 2025, 00:12
... remordimientos y miramos hacia otro lado cuando la balanza o la cuenta corriente nos envían señales de alarma. Lo sabemos. Y, aun así, repetimos el ritual cada año con una mezcla de placer y culpa que solo se calma cuando llega enero y formulamos, solemnes, la lista de propósitos para redimirnos. Así, año tras año.El turismo es el mejor ejemplo de ese exceso consentido. Ha traído empleo, proyección internacional y autoestima a una ciudad que durante décadas se miró en el espejo con algunos complejos. Pero cuando el éxito se escapa de las manos aparecen los síntomas: saturación de espacios, presión sobre los servicios públicos, una convivencia cada vez más difícil entre visitantes y vecinos. Málaga ha aprendido a atraer; ahora necesita aprender a dosificar. Como con los dulces navideños: el problema no es comerlos, sino saber cuándo parar. Da gusto ver el centro histórico en Navidad, pero eso no impide que debamos preguntarnos cómo queremos crecer.
No es una reflexión nueva. El sociólogo Richard Sennett lleva años advirtiendo de que «las ciudades que solo se organizan para el consumo acaban debilitando su vida cívica». Dicho de otro modo: cuando el espacio urbano se piensa únicamente como escenario o como producto, pierde capacidad para sostener relaciones, comunidad y equilibrio. Málaga haría bien en tomar nota de esa advertencia antes de que la inercia lo decida todo.
En ese contexto, la empresa pública Turismo Andaluz ha puesto en marcha una campaña interesante que, bajo el lema 'El trato andaluz', pretende reforzar la imagen de la comunidad como un destino que se distingue no solo por sus paisajes, su clima o su oferta cultural, sino, sobre todo, por la manera de recibir y relacionarse con quienes la visitan. Frente a un modelo turístico centrado en el volumen, la campaña pone el acento en el valor del trato humano, la cercanía y la autenticidad como elementos diferenciales. Apela tanto al orgullo de los propios andaluces como a la experiencia emocional del visitante y al respeto hacia esa forma de vivir. Entendámoslo así: es también una manera de combatir la turismofobia sin negar los problemas.
La vivienda es, probablemente, la resaca más dura de este periodo de exuberancia. Precios disparados, alquileres inalcanzables para muchos jóvenes y familias, la salida silenciosa de residentes del centro y de barrios tradicionales. Hemos permitido que la lógica del mercado, con escasos contrapesos, marque el ritmo de la ciudad. Y ahora nos sorprendemos de las consecuencias, como quien promete en enero que nunca volverá a abusar del turrón.
Hay que asumir que el problema de la vivienda no tiene una solución inmediata y que se extiende a toda la provincia. Uno reflexiona y no alcanza a calibrar todavía el impacto social que tendrá el hecho de que miles de personas no puedan acceder a la compra o al alquiler de una casa. Es una anomalía profunda que condiciona proyectos vitales, expulsa talento y erosiona la cohesión social.
La masificación en determinadas zonas y momentos del año, el consumo desaforado, la ciudad convertida en escenario permanente —para eventos, para redes sociales, para el visitante fugaz— forman parte de ese mismo fenómeno que no es exclusivo de Málaga, pero que aquí se manifiesta con especial intensidad. Existe el riesgo de vivir de cara al escaparate y de espaldas a la vida cotidiana; de confundir dinamismo con ruido, crecimiento con prisa, éxito con acumulación.
Por eso el cambio de año es una buena excusa para formular propósitos colectivos. No como brindis al sol, sino como decisiones conscientes. Propósitos como poner límites al turismo sin demonizarlo; entender la vivienda como un derecho y no solo como un activo financiero; apostar por una ciudad más habitable, menos congestionada y más justa; recuperar la idea de que Málaga no es solo un producto, sino un proyecto compartido.
En enero todos prometemos hacer más deporte, comer mejor y cuidarnos un poco más. Las ciudades deberían hacer lo mismo. Málaga no necesita renunciar a lo que la ha hecho atractiva, pero sí aprender a cuidarse para no morir de éxito. Porque los excesos se disfrutan un tiempo; las consecuencias, en cambio, suelen durar mucho más. Y no hay propósito que valga si no estamos dispuestos, de verdad, a cumplirlo.
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