No pude evitar emocionarme en el preestreno de la película Flores para Antonio, un homenaje tan íntimo como necesario al varón maldito de los Flores. Acaso la nostalgia de un tiempo que desaparece vertiginosamente, acaso el recuerdo de algunas escasas tardes que, hace ya algunos años, dejé pasar en el jardín del Lerele, la casa de la familia en La Moraleja. Ya había muerto Antonio, pero allí seguía su cabaña. Y mientras se sucedían las conversaciones mundanas, al ritmo siempre de la sonrisa hospitalaria de Rosario y de Lolita, del humor del Golosina, o de Carmen, la mujer que siempre les acompañó, no podía dejar de observar la barraca del poeta y del músico de toda una generación.
Antonio transitó el fin del siglo XX en su Madrid. Un Madrid exótico, sensitivo, tan brillante como artificial. Aquel Madrid que se moría en cada esquina de la vieja Gran Vía envuelto en morfina y heroína. El Madrid de las mujeres de cabello tintado y de los dientes pintados de carmín. El Madrid satánico, hechicero y ocultista. El Madrid de las gatas que, por fortuna, todavía no eran ladies. El Madrid que se hizo de noche en el cerebro de tantos hombres y mujeres que sintieron el vacío, y que no se suicidaban, sino que morían simplemente para acabar con un dolor hondo e insondable, cuya raíz era el punto indefinible donde conviven la vida y la muerte.
Como tantos otros, pero con un talento y una sensibilidad como ninguno, Antonio intentó curar el hastío en noches de insomnio, a través de sueños de azufre, en las que los nervios se tensan, el cerebro se expande y los sentimientos se exacerban. Recorrió el laberinto de los cofres empolvados de cualquier bar a deshora, saboreó el licor purulento de la droga, y las serpientes de piel amarilla emergieron de su cabeza hasta caer en el borde del pecho frondoso del gitano de la guitarra.
Cuando Lola, su madre, murió, el mundo se hizo más estrecho, más repugnante, y buscó sin remedio su redención en esa vieja y terrible amiga, traicionera y mentirosa. El mal de la vida quiso endulzarlo con el láudano del éter, buscando quizá la región en la que, más allá del dolor, habitaba la paz.
Pero una noche, las nubes se rompieron sobre aquella cabaña. El corazón solitario y triste de Antonio libró su última batalla sin su madre. Abrumado por la pérdida, dejó que su soledad le llevara a morir alejado de todo y de todos. En su castillo de madera, allí donde ya no llega el relente de los demás. El músico y el poeta cogió por última vez la guitarra, como quien empuña una rosa, para ofrecérsela a su madre. Y así fue como se desvaneció, despojándonos de todas sus encantos de hombre atormentado. Aún hoy, en el recuerdo, sigo viendo de lejos la cabaña, junto a la piscina. Y no puedo dejar de emocionarme.
Antonio transitó el fin del siglo XX en su Madrid. Un Madrid exótico, sensitivo, tan brillante como artificial. Aquel Madrid que se moría en cada esquina de la vieja Gran Vía envuelto en morfina y heroína. El Madrid de las mujeres de cabello tintado y de los dientes pintados de carmín. El Madrid satánico, hechicero y ocultista. El Madrid de las gatas que, por fortuna, todavía no eran ladies. El Madrid que se hizo de noche en el cerebro de tantos hombres y mujeres que sintieron el vacío, y que no se suicidaban, sino que morían simplemente para acabar con un dolor hondo e insondable, cuya raíz era el punto indefinible donde conviven la vida y la muerte.
Como tantos otros, pero con un talento y una sensibilidad como ninguno, Antonio intentó curar el hastío en noches de insomnio, a través de sueños de azufre, en las que los nervios se tensan, el cerebro se expande y los sentimientos se exacerban. Recorrió el laberinto de los cofres empolvados de cualquier bar a deshora, saboreó el licor purulento de la droga, y las serpientes de piel amarilla emergieron de su cabeza hasta caer en el borde del pecho frondoso del gitano de la guitarra.
Cuando Lola, su madre, murió, el mundo se hizo más estrecho, más repugnante, y buscó sin remedio su redención en esa vieja y terrible amiga, traicionera y mentirosa. El mal de la vida quiso endulzarlo con el láudano del éter, buscando quizá la región en la que, más allá del dolor, habitaba la paz.
Pero una noche, las nubes se rompieron sobre aquella cabaña. El corazón solitario y triste de Antonio libró su última batalla sin su madre. Abrumado por la pérdida, dejó que su soledad le llevara a morir alejado de todo y de todos. En su castillo de madera, allí donde ya no llega el relente de los demás. El músico y el poeta cogió por última vez la guitarra, como quien empuña una rosa, para ofrecérsela a su madre. Y así fue como se desvaneció, despojándonos de todas sus encantos de hombre atormentado. Aún hoy, en el recuerdo, sigo viendo de lejos la cabaña, junto a la piscina. Y no puedo dejar de emocionarme.