Don Eugenio Campanario, el párroco de Ahillones (Badajoz), se dirige a la estantería donde guarda los libros sacramentales y coge el que tiene impresa la palabra «defunciones». Le hemos pedido que nos diga cuántos entierros ha oficiado desde que el 12 de julio de 2024 se produjo el último nacimiento en el pueblo: el de la niña Mariela Guerrero Ortiz.
Sentado en su despacho de la casa consistorial, comienza a pasar una página y otra y otra. Desde esa fecha y hasta finales de 2024, dice, en el pueblo se dio sepultura a ocho personas; y en lo que va de 2025 cuenta 15 defunciones. Son 23 en total. «Dolores, Francisco, Manuel, María, Rufino, Ana, Nieves...», lee en los nombres. «Hay una desproporción exageradísima entre nacimientos y difuntos», verbaliza lo evidente don Eugenio.
Originario del pueblo de al lado, Berlanga, representa a la provincia de Badajoz en el movimiento la Revuelta de la España Vaciada. «Cuando vine a Ahillones en 2013 y me censé, me dijeron que era el habitante 976 y ahora estamos como en 780», ilustra la sangría demográfica. En concreto eran 784 vecinos en enero de 2024, según el INE.
A propósito de las elecciones extremeñas que se celebran este domingo, nos planteamos abordar, entre otros temas, uno de los problemas más graves de la región: la despoblación. Los jóvenes extremeños hacen las maletas por la falta de oportunidades llevándose con ellos la tasa de natalidad y dejando atrás unos pueblos envejecidos, moribundos. Un buen ejemplo, comentamos, es el municipio de la sobrina de esta redactora: Ahillones.
A 14 kilómetros de él está Maguilla, que tiene 929 habitantes, dos nacimientos en este 2025 -Martina y Pedro- y espera a un tercero antes de fin de año. A sólo 3,5 kilómetros se encuentra Berlanga: 2.238 censados y 10 nacimientos. Más pequeño es Valverde de Llerena, a 8 kilómetros, 566 vecinos. «En 2025 tenemos dos nacidos y otro en puerta», dice su alcalde, Andrés Gómez Parra.
Don Eugenio Campañario, el párroco del pueblo.En ningún lugar de los alrededores parece estar la balanza demográfica tan inclinada como en Ahillones: un solo nacimiento en casi un año y medio y 21 defunciones en ese tiempo según datos del Ayuntamiento, dos menos de la cifra que nos ha dado el sacerdote. El desfase se debe a que el libro parroquial incluye los funerales de emigrantes que han fallecido fuera pero se entierran en el pueblo.
Hace décadas que su saldo vegetativo es decreciente. En 2023 fallecieron 21 pahilones -ese es su gentilicio- y nacieron 3 (-18). En 2022, hubo 21 fallecidos y un nacido(-20). En 2021, 14 fallecidos y 2 nacimientos (-12). En 2020, 17 difuntos y ningún bebé (-17)... Bajaron de la cifra psicológica de los 1.000 habitantes en 2012.
Con estos números tan negativos, sorprende Ahillones no sea uno de los 158 pueblos de la región (el 40%) «en serio riesgo» de desaparecer, según anunció en octubre el consejero extremeño de Gestión Forestal y Mundo Rural, Francisco Ramírez. Los datos pertenecían a un informe del Banco de España que, entre otras variables, tenía en cuenta que las poblaciones tuvieran una densidad demográfica inferior a 12,5 habitantes por km2. Si Ahillones no está en la lista es porque su término municipal es pequeño: 21,56 km2, lo que le da una ratio 36,39 habitantes por km2.
Según el informe, en Cáceres, los pueblos en peligro de extinción son 110, el 49,3%. En Badajoz hay 48 municipios amenazados (el 29%), como la vecina Maguilla o Casas de Don Pedro, el pueblo de los Sanguijuelas del Guadiana, el grupo formado por tres jóvenes contracorriente: emigraron a Madrid, pero pronto regresaron. «Tierra de conquistadores, no nos quedan más cojones», cantaba Roberto Iniesta en Extrema y Dura.
La tasa de natalidad de Ahillones era de 2,42 nacimientos por 1.000 habitantes en 2023, por los 6,43 de Extremadura y los 6,61 de España. Hay pocas casas por tanto con la decoración de la de la niña Mariela: una jaima rosa en un lateral del salón; una caja de la que sobresalen piernas de muñecas y peluches al fondo; la casita de muñecas al lado.
Frente a la estufa de pele hay una rejilla de protección, y otra barrera al pie de las escaleras para impedir que la pequeña gatee a la planta de arriba. Sobre la mesa del salón, los cuatro duendes mágicos que los visitan esta Navidad. «Wendy se ha puesto el delantal y ha hecho macarrones», cuenta la travesura nocturna de uno de ellos, Valeria, de 6 años, la hermana mayor.
La clase del 1º y 2º de Primaria del colegio de Ahillones.Los padres son Mercedes Ortiz y Rubén Guerrero, de 36 y 38 años. Se conocieron en el instituto, en el pueblo de ella, Berlanga, y viven en el de él, Ahillones, desde 2013. «Nos vinimos aquí porque disponíamos de una casa deshabitada que pertenecía a la familia de Rubén», cuenta Mercedes. Ella es ATS y ahora trabaja en el centro de salud de Azuaga, a 20 kilómetros. Él es operario de una estación depuradora de aguas residuales.
En Ahillones hay dos tanatorios, pero no guardería, así que, como los dos trabajan, la niña Mariela va a la de Berlanga. «Cuando llegué al pueblo había siete bares y ahora quedan sólo dos. Después del verano han cerrado la discoteca y el de la plaza», relata Mercedes el declive recurriendo a uno de los datos que mejor miden la salud de la vida social de un pueblo: el número de bares. El Zara más cercano está en Sevilla, a 140 kilómetros; el McDonald's, en Zafra, a 55.
Casi todas las amigas de Mercedes residen fuera: «Maribel, en Sevilla; Laura, en Madrid; Maitane, en Don Benito; Isabel, en Sevilla; Lourdes, en Córdoba...». ¿Por qué no han huido ellos también a la ciudad? «Nos gusta la tranquilidad», dicen ambos.
A la falta de locales donde tomar un café en la plaza achacan el escaso éxito de nuestra convocatoria. A través del bando móvil hemos pedido a los vecinos que se acerquen a las 17.30 horas para tomar una fotografía colectiva pero apenas acuden una docena. Los que lo hacen rememoran con nostalgia el Ahillones más boyante. «En mis tiempos, por el 1952 que nací yo, éramos como 3.000 personas. En cada casa vivían hasta dos y tres familias. A partir del 65 empezó a la gente a emigrar», cuenta Mari Ángeles Guerrero, la abuela de la niña Mariela.
La decoración navideña -el árbol iluminado en el centro, la guirnaldas de luces en los balcones, un reno...- y los villancicos -«María, María, ven acá corriendo...»- le dan a la plaza un ambiente muy alegre. Pero no hay niños jugando en ella, salvo Mariela y Valeria, y porque nosotros las hemos sacado de casa.
La plaza está igualmente vacía cuando regresamos a la mañana siguiente. Es martes, justo el día que cierra el bar de la gasolinera, y el otro bar, el de Manchón, no abre hasta mediodía. No hay donde tomar un café. El hogar del pensionista está en obras y los jubilados juegan al dominó en el local que la peña madridista les han prestado. Son seis: Ángel, Andrés, dos José y dos Antonio. Entre todos le contamos 17 hijos y 18 nietos. Más de dos tercios de ellos -10 hijos y 14 nietos, el 68,5%- viven fuera.
La región tiene 1.053.506 habitantes. A los otros 497.780 nacidos en Extremadura que residen fuera -en Madrid (36% ), Cataluña (20%), Andalucía (11%), País Vasco (9%)...- se les llama «la tercera provincia». Si se contaran también los hijos y nietos de estos emigrantes, los exiliados superarían el millón y se podría hablar de «la segunda Extremadura».
Chari González Andrés, la alcaldesa de la localidad.A las 11.00 horas, en el aula de Valeria estudian la «gue» y la «gui». Son ocho niños de 1º y 2º de Primaria -6 y 7 años-, dos cursos en uno. «¿Quién sabe qué es un periódico?», pregunta Laura Vera, una de las profesoras. Nadie levanta la mano. En el colegio hay otras tres clases: una para los alumnos de 3º y 4º de Primaria, otra para los de 5 y 6º y la de Infantil.
Se exigen un mínimo de cinco niños para mantener un colegio abierto y aquí son 29, por lo que el centro no peligra. En ello ha influido mucho la reciente matriculación de cinco niños procedentes de Colombia y Paraguay cuyas madres se han instalado en la localidad ayudadas por la asociación AVATES.
«Ha sido una bendición», dice sobre la llegada de estos niños María del Rosario González Andrés, alcaldesa de Ahillones por el PP. Chari, como la conocen los vecinos, tiene 38 años y hace 11 que dejó Sevilla y regresó al pueblo en busca de «tranquilidad».
«Nuestra media de edad es de 65-70 años. Tenemos unos 800 habitantes y recursos muy limitados. Estamos intentado ahora mejorar el centro residencial y la ayuda a domicilio», explica las políticas locales enfocadas a los mayores. Para tratar de frenar la despoblación trabajan en la construcción de un polígono industrial que dé alas a los negocios locales y pueda atraer a empresas de fuera. Los frecuentes cortes de luz, se lamenta, hacen difícil el teletrabajo: «Son muros que te ponen y que no puedes traspasar».