Después del éxito que obtuvo con No Logo, que hizo de Naomi Klein el referente prêt-à-porter del anticapitalismo burgués, la ensayista canadiense publicó en 2007 La doctrina del shock, cuya tesis sostiene que las elites occidentales utilizan momentos de fuerte impacto colectivo para aplicar políticas que, en condiciones normales, la población rechazaría. Esta doctrina del shock, que Klein atribuye a la clase dirigente «neoliberal», tiene en Pedro Sánchez un alumno aventajado: sirve para entender su ascenso al poder, su resistencia y su previsible final.
En el camino a Moncloa, Sánchez utilizó el estado de shock y la herida sentimental que el procés catalán provocó en la sociedad española para presentarse como garante de una solución de «concordia y diálogo», permitiéndole, a la postre, blanquear su pacto de investidura con el nacionalismo vasco y catalán. Además, sumó a ese clima de hartazgo y confusión por la revuelta catalana el aviso del regreso de «la ultraderecha» con PP y Vox. Un miedo gerracivilista que fue alimentado artificialmente a partir de «la foto de Colón».
El sanchismo utilizó otros climas de temor y confusión colectiva para sacar tajada política. También económica: la trama de los Cerdán, Ábalos y Koldo dio su primer gran pelotazo con la pandemia, cuando la población estaba encerrada en casa y, lógicamente, asustada. El escenario ideal para que la «banda del Peugeot» entrara a saco en el mercadeo de la compraventa de material sanitario y de «ayudas» a empresas amigas como Air Europa.
Otra doctrina del shock empleada por el núcleo duro presidencial ha sido la del cambio climático: un fenómeno real, que inquieta a mucha gente y que fue instrumentalizado como tapadera para meterse de lleno en la especulación de las energías renovables, con ingente cantidad dinero europeo de por medio, y los chanchullos con Forestalia.
Finalmente, la comparecencia de Sánchez el lunes para reafirmar su voluntad de agotar la legislatura, mostró a una persona alejada de la realidad, aislada en el búnker monclovita y que intenta agarrarse a una de las doctrinas del shock originales del sanchismo: la amenaza del inminente regreso de una derecha anti democrática, para movilizar al electorado de izquierdas y voltear los sondeos desfavorables. Una artimaña que en la actual situación, acorralado por los casos de corrupción y de acoso sexual, difícilmente le servirá.
De hecho, el sanchismo empieza a ofrecer claros síntomas de haber dejado de ser un bloque político y periodístico monolítico y fiel al líder. Por sus abundantes y nuevas grietas penetra la angustiante sensación de fin de etapa, y el mensaje de que Sánchez debe irse por el bien del PSOE y sus parásitos gana espacio en las tribunas de El País y la SER. «Muchos ciudadanos no van a entender la decisión de seguir como si nada. La situación es mala y el daño reputacional es muy profundo», ha escrito Ignacio Sánchez-Cuenca, hasta ayer uno de los referentes intelectuales del sanchismo.
La izquierda está entrado, pues, en un estado de shock ante la posibilidad real de implosionar por el nihilismo crepuscular de Sánchez, cuando este pierda el poder, y quedar reducida a una suma de partidos anecdóticos. Y Sánchez está entrando en el escenario más letal para cualquier dirigente político y caudillo: cuando aquellos cómplices que te han jaleado y sostenido largo tiempo te pasan a considerar una amenaza existencial, amigo, date por muerto.