- MARCO BOLOGNINI
Los ciudadanos de las democracias liberales no buscamos quién nos asegure la salvación moral, económica y jurídica mediante control constante.
Un buen amigo, con el que comparto la pasión por el aceite de oliva, se había aventurado en la compra de una parcelita de veinticinco olivos en Extremadura. Yo mismo se lo había sugerido como una manera de afrontar con dignidad la crisis de los cincuenta: mejor unos pocos árboles con su recompensa en oro líquido, que un descapotable contaminante. Más barato y menos cliché.
A primeros de diciembre de este año, había llegado la hora de cosechar. Su primera cosecha, el hombre estaba emocionado. Sin embargo, cuál fue su sorpresa cuando le dijeron que el cargamento de aceitunas no podía ser aceptado por la almazara local, pues el diminuto terreno no estaba dado de alta en no sé qué registro de la comunidad autónoma. Nada que ver con lo jurídicamente básico, nada relacionado con el registro de la propiedad o el catastro.
Se trataba de otro requerimiento burocrático-administrativo (no ahondé en conocer los tecnicismos), cuya falta impedía el acceso de sus pocas olivas a la almazara, so pena de sanciones.
Como es natural, tuvo que arreglar el tema burocrático con su correspondiente pérdida de tiempo y su papeleo, que nunca está bien a la primera. "Hubiese sido mejor haber entrado en un concesionario, vaya tostón este de los olivos", me espetó hace pocos días. Al parecer, la finalidad última de esta obligación legal era y es la de aplicar alguna clase de control sobre la producción olivarera particular, incluso de veinticinco míseros olivos.
No pude no recordar, al hilo de esto, la reciente norma que obliga a declarar y registrar los gallineros particulares, aunque sean dos gallinas pintas en una aldea perdida de la montaña cántabra. La justificación, en este caso, es el control sanitario.
Estas nimiedades que, aun siéndolo comportan pérdidas de tiempo en trámites burocráticos y obligan a compartir información sobre la esfera estrictamente privada del individuo al no tratarse de explotaciones que tengan fines comerciales, llevan a otras reflexiones, más profundas.
Ya sabemos que la inteligencia artificial está siendo utilizada en numerosos ámbitos de las maquinarías públicas, estatales y supraestatales, para realizar un masivo control sobre los ciudadanos y sus actividades. Además, su uso es combinado entre organismos públicos (Hacienda, por poner un ejemplo) y compañías privadas, que no sólo recaban datos, sino que, a través de su manipulación y "digestión", influyen subrepticiamente en la formación de nuestras opiniones.
Esta pinza, que está siendo perfeccionada en sus mecanismos y herramientas día tras día, rinde los ciudadanos y sus acciones, sus aspiraciones y sus pecados, muy previsibles. Los Estados y las empresas que trabajan con esa previsibilidad, utilizan los resultados cada uno con sus fines que, a la postre, pueden acabar coincidiendo.
Creciente desconexión
Un efecto o una causa, no sabría decir, de esta pinza, es la creciente desconexión entre el poder legislativo y el sentir de los ciudadanos.
Las normas que van pariendo los parlamentos nacionales y supranacionales (la UE, en nuestro caso) son esencialmente reglas para el control del individuo y la limitación de su libre ámbito de actuación. Se trate de unos olivos, de unas gallinas o de pagar en efectivo, las normas obligan a registrarse y a informar, o a no utilizar un instrumento de pago.
No obstante, estas mismas reglas no son el fruto de una inquietud social traducida en normas. Ni mucho menos. Son el resultado de una gestación de voluntades ficticias top-down, de arriba hacia abajo, donde los organismos públicos nos imponen la aceptación de reglas que no encuentran ninguna raíz primigenia en la voluntad ciudadana. Aun así, pretenden que las acatemos como si fuesen íntimamente nuestras.
La predictibilidad y la desconexión entre legislador y ciudadano son las herramientas perfectas para el control del individuo y del conjunto de la sociedad civil.
Algunos autores hablan hoy de "capitalismo de vigilancia" (surveillance capitalism), que sería la declinación pseudo-liberal y trumpista de lo que hemos comentado. Otros, refiriéndose al modelo chino, mencionan el "bolchevismo de vigilancia" (surveillance bolshevism).
Entre medias estamos los europeos, constreñidos entre lo políticamente correcto y lo fáctico, entre la hipocresía de quienes legiferan supuestamente por nuestro bien y la realidad tozuda de las cosas, representada por una ciudadanía bajo constante vigilancia pública y privada, y desposeída de su influencia sobre el espíritu de las normas.
Cuando el legislador pierde (o deja conscientemente de buscar) la conexión con las inquietudes del tejido social, acaba convirtiéndose en un representante meramente formal, en alguien que cumple con las reglas constitucionales democráticas y que, sin embargo, no interpreta el rol completo y esencial para el que fue elegido.
Los ciudadanos de las grandes democracias liberales no buscamos a nadie que nos asegure la salvación moral, económica y jurídica a través del control constante.
No necesitamos una relación paterno-filial con el Estado, que pretende sobreprotegernos para vigilarnos. Lo que sí requerimos, es que el legislador sea intérprete del sentir social, y que no lo manipule artificiosamente.
Lo que sí hace falta es que el poder público no abuse de sus herramientas y consienta al ciudadano de mantener un ámbito privado inviolable, aunque sea a costa de que algunos fallos se cuelen entre las mallas de la vigilancia.
Es un precio bien pequeño a pagar frente a la pérdida de libertades y de privacidad.
Marco Bolognini | Abogado
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